17 de mayo de 2011

Otro mundo, acá al lado (2)


Segunda parte de la crónica de un fin de semana en Fez, Marruecos

3. ANIMALADAS

Además de seres humanos, otras dos especies del mundo animal pululan por la medina: los burros y los gatos.

El burro es el principal medio de transporte de mercancías en las callejuelas de la medina. Un mercader árabe montado en un burro constituye una imagen infaltable en cualquier guía o artículo periodístico sobre Fez. Cargados a más no poder, sus patitas temblequeando a cada paso, andan y desandan los caminos, los ojos perdidos en su infinita contemplación de la nada.

De pronto, L y yo vemos un burro solo junto a una pared. Cosa rara. A unos metros de él, un carro lleno de bananas. Imagen pintoresca: decidimos hacer algunas fotos. Primero la postal de la calle, luego ella posa para que yo la retrate con las frutas y el animal de fondo. En nuestra ignorancia, comentamos que el bicho es muy grande para ser un burro, concluímos que debe tratarse de una mula… Entonces pasamos junto a él y hacemos un descubrimiento ominoso:

—Ay, tiene la lengua afuera…


El trozo enorme de carne rosada pendía semimuerto del lado izquierdo del hocico, como si no le perteneciera al animal y alguien se lo hubiese añadido de mala manera. Qué no tendrían para decir aquí las asociaciones protectoras de los derechos de los animales. Si me hubiera dado cuenta antes no habría sacado las fotos.

—Qué mal reencarnar en burro en Fez —dirá L más tarde.

Los gatos la pasan mucho mejor. Al igual que en cualquier otra parte del mundo, nadie los obliga a trabajar. De lo único que deben preocuparse es de conseguir algo que llevarse al estómago cada día, lo cual no resulta muy complicado en la medina, donde los vendedores de alimentos frescos arrojan las sobras a la calle al final de la jornada. Es cierto que los felinos lucen desaliñados, sucios, que ninguno está gordo salvo las futuras mamás, que más de una familia de parásitos debe habitar entre sus pelos chuzos. Pero tienen comida, no pasan frío y —a juzgar por la cantidad de cachorros circulantes— practican el sexo con asiduidad, que es más de lo que puede decirse de los seres humanos en vastos sectores del planeta.

Una ventaja más de ser gato en esta ciudad, además de un misterio para mí: no hay perros. Abundan en casi todas partes, sobre todo en las zonas más pobres son los animales callejeros por antonomasia. ¿Adónde se han ido los perros de Fez?

Qué mal reencarnar en burro en Fez, reflexionó L hace un rato. Se me ocurre una vuelta de tuerca, un castigo atroz: reencarnás en burro en Fez y un día, cansadísimo como siempre estás, mirás al gato que, a un par de metros, te está mirando, y reconocés en él a tu peor enemigo, que reencarnó en gato en Fez y que con la mirada, con esa manera tan sofisticada y rufián que tienen los gatos de acomodar los ojitos, te dice:

—Hola.


4. ¡HAY QUE REGATEAR!

Ensortijando nuestro itinerario, la mañana del sábado llegamos al zoco Hanna, una especie de placita en la que nos llaman la atención cosas diferentes. A mí, el edificio en el que —según informan, en inglés, francés y árabe, unos carteles en la pared— funcionó el maristán Sidi Frej, una institución médica construida allá por el año 1286. Parece ser que allí trabajó Hassan al-Wazzan, más conocido como León el Africano. Y que este hospital inspiró el primer instituto psiquiátrico del mundo occidental, construido en Valencia en 1410.

L se acercó a un puestito en el que venden todos los perfumes, aceites, jabones y especias del mundo, o casi. El negocio lo atiende un chico llamado Mohamed, como tantos otros miles de musulmanes en todo el mundo. (Por cierto, ¿por qué los hispanohablantes conocemos al Profeta como Mahoma y no como Mohamed?) Como queremos llevarnos a casa algunos de esos productos pero no cargar con ellos durante todo el día, quedamos en volver por la tarde.

Así que a la tarde volvemos. Mohamed —que habla un correctísimo castellano— nos hace pasar, nos ofrece asiento, nos convida con el típico y riquísimo té de menta. Cuando ellos dos pasan al momento estrictamente comercial, me dedico a sacar fotos. Todos los tarros de especias llevan el nombre de lo que contienen en árabe y en inglés, escrito a mano en papel autoadhesivo. Observo la grafía árabe manuscrita, me pregunto si será difícil de entender, muy distinta de las tipografías normalizadas; pienso en nuestra grafía latina, en nuestras letras manuscritas, ¿los médicos árabes también surcarán las recetas con garabatos incomprensibles para sus co-parlantes?

A eso de las 19 se escuchan una vez más las sirenas que llaman a la oración. Después de un par de minutos en los que se lo nota nervioso, Mohamed nos pregunta si nos quedaremos un ratito, unos diez minutos más. Le decimos que sí, que no tenemos apuro. Si no nos importa quedarnos solos, dice él, irá a orar a la mezquita y luego volverá. Por supuesto que no nos importa.

Vuelve unos diez minutos después, como lo había anunciado. Es momento de cerrar la transacción. O sea, de hablar de dinero. Mohamed aprieta botones en la calculadora y luego pronuncia una cifra. A L le parece excesiva; como corresponde en este país, ofrece una mucho menor. Él sonríe, quiere mostrarse sorprendido.

—Yo fui rebajando cada producto —asegura—. Si quieres regatear, vuelvo a sumar todo con el precio primero y vemos.

L explica que estamos llevándonos muchos productos y que eso merece una rebaja. Él acepta bajarlo un poco, ella pide un poco más, y así, poco a poco, liman asperezas (la imagen me parece de lo más gráfica) hasta llegar a un acuerdo.

—Así, tú contenta y yo contento, ¿verdad? —dice Mohamed.

Verdad, acepta ella, aunque no lo sea tanto. Me lo afirmará después, cuando ya nos hayamos ido: le aceptó ese precio nada más que porque ya habíamos quedado en que le compraríamos a él. Pero le cobró muy caro.

Mohamed, por su parte, se quedó con una idea diferente. Al menos, si hemos de creer en lo que me dijo a mí en la despedida:

—Ella, bereber.

Me lo dijo porque, entre los marroquíes, los bereberes tienen fama de ser muy duros en las negociaciones y los regateos, de ofrecer muy poco cuando van a comprar y pedir mucho cuando intentan vender…

Y yo sin poder dejar de pensar en La vida de Brian: ¡HAY QUE REGATEAR!


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