26 de agosto de 2011

Educación sentimental futbolera




Hoy se cumplen dos meses de uno de los días más tristes de mi vida. La aclaración de siempre: sé que el fútbol no es importante, si se tiene en cuenta que las cosas importantes de la vida son la salud, el trabajo, la familia, los amigos, etc.; pero de lo que no es importante, el fútbol es lo más importante. Para quienes lo vivimos de esa manera, y además somos hinchas de River, hoy se cumplen dos meses de uno de los días más tristes de nuestras vidas.

En los días previos al funesto domingo 26 de junio, la suerte parecía estar echada. Incluso nos quedó a todos la sensación de que si esos imbéciles no hubieran entrado al campo de juego a agredir a los jugadores, el triunfo de Belgrano en Córdoba pudo haber sido más amplio. Sin embargo, en la revancha obtuvimos la frutilla del postre de los castigos: la esperanza. El gol de Pavone en el arranque del partido nos hizo creer que podríamos, que el año en el Purgatorio tendría —como todos quisimos suponer— un final feliz. Pero no fue así.

El empate del Pirata y luego el penal errado por el propio Pavone fueron los dos golpes que el boxeador que llegaba al último round entero y en buena forma le dio al otro, el famoso, el que tenía al público de su lado pero llegaba maltrecho, dolorido, falto de confianza y sabiendo que el primer nocaut de su historia lo esperaba al final del camino, cuchillo y tenedor en las manos y servilleta al cuello, como el Coyote esperaba al Correcaminos.

EXORCISMO

Escribo este post para exorcizar un poco (otro poco, poco a poco) mi dolor personal. En realidad, tenía ganas de escribir un post sobre fútbol desde hace mucho, ya no recuerdo desde cuándo, ya no recuerdo por qué. No lo hacía porque la dinámica del campeonato me había llevado a esa situación de angustia, y esperé con la ilusión de poder escribirlo cuando el peligro por fin hubiera pasado. Obviamente, no pasó.

Solo ahora, dos meses después del descenso, después del Tano Pasman y de los españoles que todavía hoy siguen preguntándome si vi el video del Tano Pasman (respuesta: lo empecé a ver no bien comenzó a circular por internet, pero no pasé del minuto 2, no seguí viéndolo porque me sentía muy identificado, yo lo vi igual que él, solo que sin gritos, lo sufrí igual que él, yo a mi manera también soy el Tano Pasman), después del comienzo del campeonato de Primera sin River, después del estreno de River en el Nacional B (la voz del Monumental anunciando en el partido contra Chacarita: «Campeonato Nacional, primera fecha», porque esa letrita mejor no pronunciarla…), después de no poder empezar a armar el equipo de El Gran DT como siempre, o sea: viendo cuáles eran los tres jugadores de River que iba a poner… Solo ahora, decía, después de todo eso, puedo escribir este post.

PARA ENTENDER LA OBSESIÓN

Empecé a leer Fever Pitch, el libro sobre fútbol de Nick Hornby (publicado en español con el título de Fiebre en las gradas), que me recomendaba un amigo en uno de los comentarios del post anterior (un post sobre coincidencias en el que se producía la coincidencia de que un amigo me recomendara un libro que yo acababa de comprarme).

Hornby habla de su relación con el fútbol, y en particular con su equipo, el Arsenal. «Fever Pitch es un intento de entender mi obsesión —afirma, y luego se pregunta: —¿Por qué la relación [con el Arsenal] que empezó como un flechazo escolar me ha hecho sufrir durante casi un cuarto de siglo, más que cualquier otra relación que yo haya establecido por mi propia voluntad?» Es lo que nos pasa, lo que los argentinos resumimos en la frase: «Se puede cambiar de casa, de pareja, de país, de religión, de todo lo que quieras, pero de lo único que no se puede cambiar es de equipo de fútbol» (y si en este momento, lector o lectora, te viene a la mente alguien que conozcas que haya cambiado de equipo siendo mayor de 6 años de edad, te aseguro que esa persona no se merece ningún respeto).

El libro comienza con el relato de cómo el autor se hizo del Arsenal, de cómo fueron sus primeros pasos como hincha, sus primeros sentimientos, sensaciones, sufrimientos… Es decir, su educación sentimental futbolística. Por supuesto, lo que eso genera en un lector como yo es que evoque también esos tiempos iniciáticos, mis primeros recuerdos, el muñeco aquel de River junto al cual dormía siendo un bebé (que hoy veo en unas fotos cuadradas con las puntas redondeadas), mis tardes corriendo atrás de la pelota y fantaseando con Francescoli o Alzamendi, los tiempos en que empecé a seguir el fútbol de un modo más sistemático, allá por 1990, cuando River fue campeón con los goles del Mencho Medina Bello…

En Florencio Varela había y sigue habiendo un curioso sistema de publicidad, que yo no vi en ninguna otra parte: una avioneta que lleva unos parlantes apuntados hacia abajo y que va y viene por los cielos repitiendo su mensaje. «El Pájaro, el avión que mejor se escucha», se presenta. Cuando yo era un niño —cuando mi casa era mi país y Florencio Varela, el universo, y escuchar el fútbol por radio los domingos a la tarde, un ritual sagrado— me preguntaba (de verdad) cómo nadie había tenido la brillante idea de que el Pájaro recorriera los barrios emitiendo desde arriba el relato de los partidos.

Y recuerdo mi incredulidad ante un descubrimiento extraño, incomprensible: en segundo año de la secundaria (o sea, a mis 14 años) escuché a unos compañeros hablar de que el domingo habían visto Ritmo de la Noche. Pero ¿cómo podía ser posible? ¿Entonces esos chicos… no miraban Fútbol de Primera? Descubrir aquello fue todo un acontecimiento.

EL VERDADERO ACONTECIMIENTO

Un acontecimiento en serio fue el que se materializó hace justo dos meses. Sin dudas, hay un antes y un después de esa fecha, y sé que dentro de décadas me preguntarán cómo y dónde viví el descenso de River, igual que dentro de 16 días todos contaremos dónde estábamos y cómo nos enteramos, justo diez años atrás, que unos aviones estaban metiéndose en las Torres Gemelas de Nueva York.

Cuando me lo pregunten, dentro de décadas, responderé: estaba en un bar irlandés llamado Moore’s, en la calle de Barceló, justo enfrente de la estación de metro Tribunal. El televisor, en silencio; alguna musiquita sonaba sin sentido. Había otros parroquianos, pero yo estaba solo. Pedí una jarra de Paulaner, que me costó 5 euros. Aunque el mozo cada tanto me preguntaba cómo iba, nadie más miraba el partido. Nadie más que yo. Cuando terminó, me fui rápido y logré aguantar el llanto hasta llegar a mi casa.

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